lunes, 18 de junio de 2012

Entrevista a Lawrence Ferlinghetti

Hace poco  me encontré con la excelente antología de Lawrence Ferlinghetti que realizó, allá a finales de los '60, Marcelo Covián para Ediciones del Mediodía. No dudé y lo compré enseguida. Desde ese día todas las noches leo y disfruto alguno de sus poemas. Es ese tipo de lectura que me despierta cierta curiosidad por conocer más de la vida, la obra y el pensamiento del autor. Dando vueltas por la web di con una entrevista que le realiza Jesse Tangen Mills para la revista ElMalpensante.com donde repasa su relación con latinoamerica, su famoso poema a Fidel Castro, su punto de vista sobre la función de la poesía y varios temas más que me hacen querer compartirlo en nuestro blog.






El último detective salvaje


Una entrevista con Lawrence Ferlinghetti


Lawrence Ferlinghetti es reconocido como poeta y fundador de la casa editorial City Lights Books. Menos se sabe de su arraigada hispanofilia. Ése es el tema de esta conversación, en la que comparte protagonismo con poetas, revolucionarios y recuerdos del contienente.


Lawrence Ferlinghetti, 91 años, comenzó a escribir poesía y a pintar hace sesenta, y desde entonces no ha parado. Es una de las principales voces vivas de la poesía estadounidense. Ha publicado más de una docena de libros, entre ellos Un Coney Island de la mente –con más de un millón de ejemplares vendidos–, y ha expuesto sus cuadros en galerías de Estados Unidos y Europa. El año pasado fue nombrado miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras.
En 1953 fundó City Lights Books, una de las más antiguas y prestigiosas casas editoriales independientes de Estados Unidos, que cuenta en su catálogo con títulos como el famoso Howl de Allen Ginsberg.
Amigo de Ginsberg, Kerouac y Gregory Corso, ha sido tildado con frecuencia como padre de los escritores beat –rótulo que ha negado reiteradamente– e incluso aparece como personaje secundario en Big Sur, la novela de Kerouac.
Estuvo en Nagasaki poco tiempo después de que la ciudad fuera arrasada por la bomba; estuvo en la cárcel por haber publicado Howl; estuvo muy cerca, comprometido con las causas sandinista y zapatista. Estuvo en el surrealismo, estuvo en el expresionismo abstracto, estuvo en el fluxus, estuvo en la ecopoesía. Como diría Ginsberg: el tipo siempre estuvo ahí.
Además de este enciclopédico prontuario, hay un aspecto especialmente interesante de este personaje: su profundo y largamente sostenido interés por la cultura, la política y la literatura del mundo hispano. La hispanofilia de Ferlinghetti no solo lo ha llevado a aprender a leer y hablar en español, sino también, al igual que el protagonista de la novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, a recorrer Latinoamérica en busca de poesía, justicia y verdad.
Esta conversación, desde dos lados de un mundo que Ferlinghetti conoce muy a fondo, es también un recorrido por el continente y su literatura.
¿Has viajado mucho por Latinoamérica. ¿Durante esos recorridos has conocido a algún personaje que recuerdes especialmente?

Conocí a Pablo Neruda en Cuba a principios de los sesenta. No recuerdo si era el primer o segundo aniversario de la revolución de 1959. Yo pasaba casualmente por La Habana en mi viaje de regreso a Nueva York desde St. Thomas, cuando Neruda llegó a Cuba para dirigirse a los fidelistas. Me estaba quedando en un hotel barato en la playa donde conocí a los editores del suplemento literario Lunes, entre quienes se encontraba Guillermo Cabrera Infante. Ellos me llevaron a conocerlo. Ginsberg, Gregory Corso, Kerouac, LeRoi Jones y yo habíamos traducido y publicado algunas piezas de Lunes. Los editores de esta publicación eran poetas jóvenes. ¡El suplemento literario de un gran periódico dirigido por un grupo de muchachos completamente desconocidos! Algo así nunca pasaría en un país capitalista (risas).
Neruda estaba alojado en el penthouse del Habana Libre, hotel al que desde la revolución todos apodaban “Habana Hilton”. Cuando lo vi por primera vez estaba escribiendo a mano sobre un grandísimo libro. Lo acompañaba su esposa. Me acerqué, Neruda me mostró el cuaderno gigante en el que estaba escribiendo, me miró y se dirigió a mí en inglés. Dijo: “Me encanta su poesía expansiva”. No sabía si se refería a mi poesía o a la de los beat. Él, al igual que nosotros, creía que la poesía podía contenerlo todo, cualquier tema. Quería que sus poemas abarcaran la totalidad, no dejar nada de lado.

Llegó el momento de la lectura de Neruda y una limosina pasó a recogerlo. “¿Por qué no vienes conmigo?”, me dijo. “No, no, ve tranquilo”, contesté, pero Neruda insistió: “No, en serio, ven conmigo”. Así que fui con él en la limosina al edificio de la Asamblea Nacional, el lugar donde los esbirros de Batista se habían reunido alguna vez. Era una grandísima y elegante sala con sillones de terciopelo en los balcones. Los fidelistas llenaron el vestíbulo y se apoltronaron fumando cigarros con los pies montados en esos sillones. El lugar estaba temblando de emoción, una especie de euforia revolucionaria. Estaba tan viva esa euforia que todo parecía posible. Esto fue antes de que la gente pudiera tener segundas opiniones sobre la revolución. Neruda leyó varios poemas y recibió fuertes ovaciones al final de cada uno. Nunca lo volví a ver.
En Un Far Rockaway del corazón, llamas a Neruda “omnívoro”. ¿A qué te refieres?

Quiero decir que Neruda escribía sobre cualquier tema. Era como Walt Whitman en ese aspecto: encontraba alguna forma de poesía en todas las cosas, en todas las personas.
¿Conociste a algún otro personaje interesante durante tu paso por Cuba?

Los editores de Lunes me llevaron a una cafetería a la que Fidel iba a almorzar habitualmente. Estando allá, salió de la cocina un tipo grandote fumando un cigarro. Entonces pregunté: “¿Ése no es Fidel?”. “Sí”. “Bueno, ¿por qué no me lo presentan?”. Y me respondieron –como lo haría cualquier poeta desconocido ante un personaje famoso–: “Porque no lo conocemos”. Así que me levanté, fui donde él estaba, estreché su mano y quedé sorprendido de que tuviera un apretón de manos tan débil. Sonreía ampliamente. En ese momento no se me ocurría nada que decir en español, excepto que sabía que él había conocido a Ginsberg en el Hotel Lenox de Nueva York. Así que le dije: “Soy amigo de Allen Ginsberg”. Me miró con una sonrisita discreta, como agitada, se paró, salió de la cafetería, se montó en su jeep y se fue. Huyó de mí. Quiero decir, yo podría haber sido un agente infiltrado contratado por el gobierno de Estados Unidos para matarlo. Hubiera sido un asesinato muy sencillo, pero en ese momento nada de eso parecía preocuparle, ni siquiera necesitaba seguridad personal. Era absolutamente popular en Cuba.
¿Y qué piensas de Fidel ahora?

¿Cuántos años tiene?, ¿85?
Creo que 84.

Le deseo lo mejor. Habría preferido que mantuviera la línea original de su proyecto revolucionario. Recientemente no he estado muy al tanto del tema.
Pasemos a otro país de Centroamérica. ¿Cuándo fue la primera vez que fuiste a Nicaragua?

Fui en 1985 por invitación de Ernesto Cardenal, quien para entonces era ministro de Cultura. Hicimos un tour por todo el país, siempre en una caravana de vehículos militares, con un walkie-talkie en el primer carro y otro en el último. Todavía estaban en guerra. Todo el mundo llevaba armas. Fuimos hasta el extremo sur en la frontera con Costa Rica y llegamos ahí justo después de que la estación fronteriza fuera quemada por un ataque proveniente del lado costarricense. Nos adentramos en la selva y paramos en un campamento de revolucionarios. Nunca logré saber qué hacían ahí, si estaban entrenando o solo pasando el rato.

Tomamos un helicóptero de fabricación soviética desde Managua a través del lago Nicaragua hasta la ermita de Ernesto Cardenal, una isla al otro extremo del lago. Solentiname era el nombre de su refugio, donde había invitado a muchos jóvenes, hijos de revolucionarios, niños pobres que tenían la oportunidad de aprender algún arte. Ellos hicieron algunas pinturas que alcanzaron bastante fama. No sé por cuántos años más continuó con esa escuela de arte.
¿Cómo conociste a Ernesto Cardenal?

Bueno, tú sabes que él era conocido en Estados Unidos como poeta antes que como insurgente. Sus libros eran publicados por New Directions, la misma editorial donde yo publicaba. No lo conocía personalmente, pero sabía todo sobre él. Así que cuando estuvo en San Francisco nos conocimos. Vino a City Lights. Salimos a pasear. Él quería ir a tiendas del Ejército y la Marina, tiendas de saldos donde puedes comprar uniformes y cosas así. Se moría por ir allá, yo no tenía la menor idea de por qué. Compró docenas de boinas. Debí suponer que algo traía entre manos (risas). ¿Por qué iba a comprar docenas de boinas? Poco después ocurrió la insurrección nicaragüense. Supongo que conocen el resto de la historia.
¿Aún mantienes contacto con Cardenal? 

Por medio de otros, como Daisy Zamora, una poeta de los días finales del régimen sandinista, recibo noticias de Ernesto cada cierto tiempo.
¿Volviste a Nicaragua alguna vez? 

Sí. La segunda vez fue en 1989, justo después de las primeras elecciones en que participaron los sandinistas. En esa época había un sentimiento completamente distinto. El país ya no estaba militarizado, ya no se veían armas por todos lados, pero el campo seguía igual de pobre. Era una triste historia pero, antes de que se convirtiera en una historia triste, fuimos ese verano a una multitudinaria manifestación en el estadio de béisbol de Managua. Sandinistas de todos los rincones del país se reunieron para llenar el estadio, debía haber unos 10.000 manifestantes con banderas y pancartas. Yo estaba con mi hijo que en ese momento tenía apenas 18 años. Debió ser una gran experiencia para él. Había mucho entusiasmo, todo el mundo estaba seguro de que los sandinistas ganarían las elecciones. Por supuesto, no fue así. Bueno, con Estados Unidos de por medio repartiendo dólares en las calles para boicotear las elecciones...

Recuerdo especialmente algo que pasó durante el viaje a Managua. Ese verano mi hijo se había ido a Puerto Escondido, México, a surfear. Pasé a recogerlo para irnos juntos a Nicaragua. Lo encontré descalzo y sin un centavo en los bolsillos. Había estado todo el verano durmiendo en la playa, sin dinero. No tenía nada, solo una tabla de surf. Cuando llegamos a Ciudad de México para tomar un avión hacia Nicaragua, él insistía en llevarse la tabla. No comprendía que allá estaban en medio de una guerra. Le dije que no, y la dejamos en el aeropuerto. Tan pronto llegamos a Managua, mi hijo cayó en cuenta de lo ridículo que hubiera sido aparecerse con una tabla de surf bajo el brazo en medio de una revolución.
¿También has viajado a México con frecuencia?

Sí, especialmente a Oaxaca.
¿En qué época empezaste a visitar el país?

Cuando estaba en la universidad, a principios de los cuarenta. Llegué por el lado oriental, por Laredo. Tenía unos 18 años cuando visité Ciudad de México por primera vez. Pero desde entonces no volví hasta que me mudé de San Francisco.

Solía viajar en mi van Volkswagen con mi perro. Íbamos prácticamente a todos los rincones de México, incluyendo Baja California. Todos los sitios famosos y el D.F., por supuesto. Ahora evito las grandes ciudades. La primera vez que estuve en Guadalajara la ciudad tenía unos 600.000 habitantes; ahora son como dos millones. Ya no quiero volver allá. Oaxaca sigue siendo mi lugar preferido de México.
¿Cuál fue tu primer contacto con la poesía mexicana?

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Conocí a muchos poetas y a veces se me olvidan sus nombres. Recuerdo en todo caso que hice una lectura en Bellas Artes y tenía toda una selección de poetas mexicanos en el escenario que tradujeron varios de mis poemas.
Entre esos poetas mexicanos, Homero Aridjis es uno de tus más viejos amigos. Vi que City Lights publicó su último libro, Solar Poems.

Sí, Homero es un viejo amigo mío, y aún más viejo amigo de Nancy Peters, la editora de City Lights hasta su retiro el año pasado, y de Phil Lamantia, un poeta surrealista que murió hace como cuatro años y que también estuvo muy cerca de nosotros. Por cierto, Ernesto Cardenal celebró el primer matrimonio de Lamantia en México. Eso debió ser por los años cincuenta. Después, cuando Homero vino a Estados Unidos, nos encontrábamos siempre y cenábamos juntos. Años más tarde lo visité en París y cenamos en su apartamento. Después de que publicamos Solar Poems, dio una lectura en City Lights –eso fue dos meses atrás– y creo que después regresó a México.
Realmente me gustó Solar Poems...

Es hermoso.
Hay cierto romanticismo en esos poemas, pero un romanticismo por un mundo agonizante. ¿Compartes la opinión de que estamos acercándonos al final de algo?

Definitivamente. Homero siempre estuvo involucrado en luchas ecologistas. Su Grupo de los Cien era un movimiento que combatía varios horrores ecológicos y que logró detener la construcción de una gran cementera en Baja California, que hubiera devastado el paisaje. Solían poner avisos de página completa en el New York Times. Él siempre tuvo esa conciencia ecológica. Recientemente he escrito poemas que tienen más o menos ese mismo espíritu.
¿Qué autores latinoamericanos eran conocidos o leídos en Estados Unidos para el momento en que comenzaste a visitar el sur del continente? 

Prácticamente ninguno. Allen Ginsberg era un gran embajador cultural. Hablaba una jerga de español de taxista. Pasó una noche entera traduciendo Howl junto a otros poetas.
City Lights fue la primera editorial que tradujo al poeta chileno Nicanor Parra en los años cincuenta. ¿Recuerdas cómo lo conociste?

Me crucé con Parra mientras viajaba en un tren entre Santiago y Concepción, en 1959. Ambos estábamos invitados a un festival de poesía organizado por el Partido Comunista Chileno. Ginsberg y yo no sabíamos que el festival había sido organizado por el PC hasta que llegamos. Fernando Alegría, quien en ese entonces daba clases en Berkeley, nos había invitado; su hermano era uno de los organizadores de la conferencia. Jorge Elliot, poeta y artista chileno, también estaba en el tren. Me senté a su lado y comenzamos a hablar. Me contó que había traducido poemas de Parra. Le pedí que me los pasara. Lo hizo y más tarde los publicamos en la serie Poetas de Bolsillo de City Lights. Conocí a su hermana Violeta en Lima, en ese mismo viaje. Recuerdo que ella tuvo un final atroz.
Encuentro cierta afinidad entre tus trabajos y los de Nicanor Parra. En especial entre tu libro Un Coney Island de la mente y los Antipoemas de Parra.

Sí. Parra fue sin duda una fuerte influencia para mí. Él tenía una inclinación satírica muy similar a la mía. Recuerdo algunos de sus poemas:
Para entonces
Tenía un piojo en mi corbata
Y una sonrisa para los imbéciles que descendían de los árboles.
Algunas personas creen que Estados Unidos está en decadencia. ¿Compartes esa opinión?

Sí. La civilización occidental ha estado en decadencia desde los tiempos de Eduardo VII, esto es, desde 1910. Ésa fue la cumbre de la civilización grecorromana europea. Entonces vino la Primera Guerra Mundial, el comienzo del final, y desde entonces todo ha sido decadencia para Occidente. Sin embargo, desde el punto de vista triunfalista norteamericano, nuestra sorprendente revolución electrónica ha querido mostrarse como el estandarte de una maravillosa civilización. Fui invitado a un programa de televisión hace un par de años y el periodista me preguntó: “¿Qué se siente aparecer en uno de los principales medios del país? No es frecuente que los poetas lleguen a estos medios”. Era una especie de pregunta condescendiente. Respondí: “Bueno, creo que éstos son los medios más populares, la cultura popular, pero no los medios principales, que siguen siendo la alta cultura intelectual: escritores, lectores, editores, libreros, profesores, artistas, críticos de arte, poetas, novelistas, y la gente que reflexiona. Ellos son la cultura principal, aunque ustedes sean la cultura popular”. Por eso creo que estamos del lado equivocado de la revolución mundial. Lo que quiero decir con esto es que la revolución mundial es la revolución de la gente. Estamos en el lado equivocado. No estamos del lado de la gente. Envié un poema diciendo esto a The Nation, la revista de Nueva York. Lo recibieron complacidos, pero han pasado seis meses y aún no he visto publicado un solo verso del poema. No creo que llegue a aparecer. Seguramente recibieron segundas opiniones, aunque se trate de una publicación de izquierda.




Recientemente hubo una exposición de tus pinturas en Italia, ¿cierto?

Ah, sí. Hicieron una retrospectiva de seis décadas de mis pinturas en el Museo di Roma. Ahora se trasladó a un museo en Calabria. Cerca de sesenta pinturas, muchas de ellas grandísimas.
¿Tuvo algún eco la exposición?

Cuando llegué allá, recibí muchísimo cubrimiento de la prensa, incluso artículos de páginas completas. Algo que casi nunca pasa en Estados Unidos. Andy Warhol era uno de los pocos que podía lograrlo.
Cuando pienso en la conexión entre pintura y poesía, Frank O’Hara viene a mi mente...
Sí... Frank. Sabrás que publicamos sus Lunch Poems en la serie de libros de bolsillo. Mucha gente me pregunta por qué Frank tituló ese libro así. Yo le había mandado una postal en la que le escribí: “Sé que has publicado un par de ‘poemas de almuerzo’”. Se lo decía porque siempre los escribía al mediodía, mientras trabajaba en el Museo de Arte Moderno, en las pausas para el almuerzo. Frank respondió: “Bueno, hagamos un libro y pongámosle Poemas de almuerzo”. Sin embargo, pasaron un par de años y nada que me entregaba el manuscrito. Entonces le escribí: “¿Ya acabaste de cocinar los poemas de almuerzo?”, y respondió: “Todavía los estoy cocinando”. Siguieron en el horno un par de años más hasta que al final tuvimos el manuscrito definitivo.
Me entristeció escuchar que Voznesenski y Orlovski, ambos poetas beat, murieron. Alguien me recomendó leer “Una elegía por la muerte de Kenneth Patchen”. ¿Tú crees que el mundo está “tratando de olvidarlos y sus terribles y extrañas profecías”, tal como escribiste en ese poema?

Peter Orlovski nunca hizo “extrañas profecías”. Él escribía “poemas vegetales”, así le gustaba llamarlos. Andrei Voznesenski tampoco hizo “extrañas profecías”. Su gran rival era su compatriota Yevtushenko, un tipo interesante. Para el momento en que el régimen soviético lo envió a Estados Unidos, había una exposición de arte y poesía beat en la Uni-versidad de Nueva York. Vozesensky se apareció en la inauguración. Nosotros no teníamos ni idea de que él estuviera en la ciudad y menos de que fuera a hacer una lectura. “Tengo que volver rápido a Rusia, no quiero perderme lo que está pasando”, dijo, y en efecto se fue muy pronto. Yoteshenko se quedó un tiempo más, y creo que llegó a ser profesor de la Southern Methodist University. Creo que quizá las nuevas generaciones lo asocian mucho con el antiguo régimen soviético. Tanto Voznesenski como Yevtushenko caminaban sobre una delgada línea, sin definirse entre ser poetas disidentes y no ser tan disidentes como para que les prohibieran publicar; además les tenían prohibido salir del país. Resultó que les permitieron salir de Rusia, venir a Estados Unidos y ganar dinero en dólares para la Unión Soviética.

Ambos vinieron a San Francisco a dar lecturas patrocinadas por City Lights Bookstore. Fueron lecturas estupendas. La de Yevtushenko fue en el proyecto Artel, una grandísima fábrica, aunque él decía que no teníamos un lugar suficientemente grande para él, acostumbrado a dar lecturas en estadios de fútbol en Rusia. Vozensensky estuvo un par de veces. Leímos una vez en el Fillmore en los intermedios de un concierto de Jefferson Airplane. Llegué a conocer mucho mejor a Vozensensky. Hicimos un tour por Australia con Allen Ginsberg. En 1973 fuimos al Adelaide Festival of Arts. Después agotamos existencias –quizá debería decir que Voznesenski y Ginsberg agotaron existencias– para lecturas en Melbourne y Sidney. Teníamos grandes audiencias. La lectura en Melbourne fue exactamente en el momento en que los soviéticos ocupaban Afganistán. Justo cuando Vozensensky empezaba a leer, una gran marcha de protesta atravesó los corredores con pancartas contra la ocupación soviética. Andrei y yo estábamos parados en el escenario. Me preguntó: “¿Qué debo decir?”. “No digas nada”, le respondí, “solo quedémonos quietos aquí, en silencio, y todo se calmará”. Se quedó ahí al menos por quince minutos, quieto y mudo, mientras los manifestantes continuaban. La policía no hizo nada. Al final, los manifestantes se dispersaron y Andrei leyó sus poemas.
Leí tu último libro, “De la poesía como arte insurgente”. ¿Es la disidencia parte de la poesía?

Por supuesto, así es.
Y entonces, qué opinas de la crítica de Sartre: “¿Qué puede hacer un poema por un niño hambriento?”.

¿Dijo eso?
Sí. ¿Crees que es una pregunta válida?, ¿cómo responderías?

Quizá lo dijo en una conversación. La frase sola, citada así, está fuera de contexto. La frase siguiente probablemente debería ser “...pero no puedes vivir sin ella”. Así que yo diría exactamente eso: “No se puede vivir sin ella”.
¿Puede la poesía cambiar el mundo?

La poesía puede cambiar el mundo solo como cualquier otra forma del arte puede hacerlo: alterando la conciencia. Claro que ése fue el gran eslogan de la revolución hippie de los años sesenta: “Expandir las puertas de la conciencia”, lo que frecuentemente se lograba a través de métodos psicodélicos. ¿Cambiar el mundo alterando la conciencia? Muchas promesas demostraron ser solo una ilusión. Por ejemplo, según gente como Timothy Leary, si los líderes del mundo consumieran LSD alcanzaríamos la paz mundial. Está confirmado que no fue así –bueno, no es que todos lo hayan hecho–. 


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